Me cautivan—
¿o acaso me conjuran?
El juego antiguo de las curvas—
que se encuentran
y se disuelven,
como si las curvas
pudieran contener un adiós.
Curvas que parten y regresan,
del norte y del sur,
del oriente y del poniente,
reconociéndose sin palabras—
reflejos y resonancias,
opuestos que se espejean,
contrarios que se abrazan,
como si el corazón no estuviera hecho de ceniza.
La danza claroscuro
del titiritero invisible,
dibujada en el oleaje
de la vastedad.
Arenas del desierto
esculpidas por una artista
elusiva como el viento,
visible sólo por el artefacto
de su gesto,
cambiando como piel.
la piel temblorosa del mar,
rugosidad de piedra,
suavidad frágil de la nata,
el lomo de un caballo—
toda piel vive,
siente,
es movimiento,
soplada
desde el aliento del origen.
El juego de dos,
la pareja primordial
que nos entrega
los ritos sagrados
de la danza
y el diálogo.
—Lorena Wolfman (2020, 2025)
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