Un ángel
despierta en el fondo
del cielo
morada elevada del agua
cristalino espejo
de batallas
y ausencias.
El recién nacido
sumerge sus pies
en el lodo,
cerca del manantial
de la vida:
lugar verde,
húmedo,
relumbrante.
Sombrías
nubes a contraluz
dan tumbos.
La naturaleza
envuelve codiciosa
la luz ancestral del sol,
guardando su ardor.
En lo alto,
en la brutal inmensidad,
los terribles engel de Rilke
velan nuestros pasos,
con gestos temibles indicando
el camino delante.
El mar del cielo,
un plasma inquietante.
Nuestra piel cicatrizada
por los senderos de la vida
se repliega.
El camino trazado por las estrellas
nos pide la valentía
para iniciar el viaje al próximo lugar
y al próximo y al que sigue,
a caminar.
La pregunta latente
¿cómo vaciar
la mochila
que llevamos
a cuestas?
El viento conspira,
juega en las ramas,
no se rinde.
Sopla,
sopla fuerte,
desaloja los recuerdos necesarios
para construir alas fuertes,
capaces de soportar
el peso y la levedad
de vivir.
Vivir es aprender a despertarse
una y otra vez
con las alas más resilientes.
Cada hebra de pasto
cada ser alado,
cada ausencia llorada,
cada remordimiento soltado,
construye el aliento,
y el aliento que sigue,
y los que vendrán…
(los míos, y los tuyos también)
Las gotas de rocío
posadas en frutos por cosechar
imantan el brillo del amanecer…
—Lorena Wolfman (2018, 2025)
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