Si imitamos a los árboles,
nuestras raíces se hunden, se ramifican.
Se extienden hacia el centro de la Tierra.
Allí, nos empapamos
del misterio del barro primigenio.
Aprendemos vocablos secretos,
desconocidos en la superficie:
se entretejen rugidos tectónicos,
conversaciones miceliales.
Nuestros ojos se acostumbran a la oscuridad,
se convierten en ópalos de fuego,
en ónix y obsidiana.
Nuestras orejas,
como las de los ratoncillos del campo:
enormes y peludas.
Nuestra piel se vuelve de color mineral,
como la de un dios olvidado.
Nuestros brazos se abren,
una y otra vez, hacia el cielo,
con centelleos en los dedos,
en busca de la reluciente piel negra
del mar ancestral,
espejo que habla
el lenguaje de la Vía Láctea.
—Lorena (2016, 2025)
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