Esta tarde la foto del doble arcoiris sobre Tokio de mi amigo Pablo J. Rico dió pie a mis propios recuerdos:
Mis recuerdos de Tokio son subterráneos, al separarme de mis compañeras de viaje en los bien iluminados corredores bajo la tierra de la estación de trenes, corrí de planta en planta, tratando de llegar a tiempo al shinkansen con destino a Kioto, sin ni siquiera una palabra de Japonés, fui mostrando mi boleto cifrado en kanji a desconocidos fortuitos que recibían mi apurada perplejidad con generosidad... luego, me acuerdo del chirrido platinado de las rieles que se extendían por lo que me pareció una eternidad, llegando a Kioto bien entrada la noche, nuevamente a mostrar el volantín de un Riokan donde tenía reservado una habitación... después de unos tropiezos, finalmente fue por la generosidad oficiosa de un cliente de una barra de saki en donde había asomado la cabeza con gestos de perplejidad urgida mostrando la hoja con el nombre del Riokan que llegué a mi destino con pocas palabras (sólo intentos a pronunciar algunas que no hallaban su lugar en mi lengua: "shinkansen" "riokan")... y luego, tres días en silencio, recorriendo la ciudad a pie orientándome en el espacio con la planta de los pies y la luz, dando con jardines y templos, el bosque de bambú, y una ceremonia Shinto todo por la serendipia nacida del silencio. Dando con las austera elegancia de una estética que no pide más y que sin embargo me envolvía en una nube de sutil perfume. El tercer y último día, habiendo encontrado mi orientación, alquilé una bicicleta (color mostaza) a señas, disfruté las amplias veredas donde cabían transeúntes a pie a igual que en bici y me atreví a abrir mucho más mi rango de exploración, llegando a nuevos templos con otros jardines, dejando la la bici afuera en cada lugar, sin llave, como lo hacían todos... siempre pasé un momento de mis tardes, a veces de la mañana paseando por la estación de trenes, donde una música celestial (piensa Kitaro) tocaba con una tonalidad para la mañana y otra para la tarde... el rito de visitar la estación de trenes era como no perder de vista la puerta por donde había entrado a este mundo y por donde saldría... la tercera noche nuevamente pisé el tatami descalza disfrutando a sorbos su textura fresca, abriendo mi futón por la última vez... Y el cuarto día, muy temprano, partí para Tokio, en contraste con el viaje de ida que había parecido eterno, rápidamente llegué al complejo subterráneo de la estación de trenes, pasando de planta en planta para llegar al andén para el aeropuerto —ahora pude descifrar el letrero por la forma de los caracteres que correspondían a los de mi boleto— donde me reuniría con mis compañeras filipinas con las cuales había visitado su país de origen antes de nuestra larga escala en Japón.
Texto: Lorena Wolfman
Foto: Pablo J. Rico
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