La arena del Sahara nos alcanza.
Su diáfano alma de polvo
viaja por el cielo filtrando la lumbre del sol.
A su paso siembra semillas sigilosas de tormenta
de las cuales nacerán revoltijos de nubes
que envuelven truenos, hielo y lluvia
y avientan calor y frío.
Después de una larga pausa surreal de días sin medida
se inicia un tumulto
de vientos sobresaltados cargados de epifanias mudas
para aquellos con ojos y la piel presta para descifrar
el código del tamborileo retumbante
que convoca la presencia de los sapos
y señala a las hormigas a apropiarse de nuevos patrones.
Aquellas diminutas constelaciones se mueven por las vertientes de la tierra,
los guijarros como peñascos bajo sus delicados pies.
Mis propios pasos trazan un curso
sobre el ajetreado territorio
en medio de una alta geometría interdimensional
cuyos cálculos multiplica los rutumbos
por factores de humedad y polvo, aire y fulgor,
así conjurando el duluvio que se avecina.
Desde aquí a mitad del camino al cielo
se vislumbran ángeles balanceándose
su cabello penetrado de sol
vuela en ráfagas perturbando el mar celeste
en olas y espuma.
Y viene el agua que moja la tierra,
liberadora bendición rociada teñida de calidez
como esa madre que respira en sintonía con su hijo
un solo cuerpo del trópico
piel translúcida y húmeda,
luminoso aliento de vida.
—Lorena