Hace siete años—
las noches despojadas de luna
eran tan hondas y tupidas
que las paredes de adobe del jardín
se disolvían en portales indómitos
más allá del límite del raciocinio,
ahí la imaginación toma las riendas.
En el cielo aún temblaba la columna láctea,
vertiendo su resplandor
sobre el arco celeste
centellante origen...
Aún respirábamos
bajo la mirada parpadeante
de estrellas despabilándo
el mundo nocturno.
Hace siete años—
el llanto de la Llorona
resonaba a lo largo del arroyo,
mientras coyotes errantes aullaban
desde las afueras del pueblo.
Los habitantes susurraban de esferas
que en ciertas noches del año,
rebotaban por las laderas retiradas
de los cerros del Aguila y del Saus—
eran brujas, decían.
Y en otras noches veraniegas
llamaradas ancestrales
se veían ardiendo
levantándose entre los matorrales
después de la puesta del sol.
Hace siete años—
habían quienes decían que en el camino
podrías toparte con un fantasma,
en la curva traicionera del trayecto —
que se subía una mujer a los taxis
y se desvanecía antes de llegar al destino.
Pero en una mañana de neblina,
cuando llegué al pueblo por primera vez,
fue una anciana —que nunca volví a ver— quien dijo:
“Dicen que este es un pueblo fantasma,
pero aquí no hay fantasmas.
Los únicos fantasmas
en estas calles
son los forasteros.”
Hace siete años—
al adentrarse en la naturaleza
que cortejaba las orillas del pueblo,
se podía sentir una conciencia
intacta y ajena —
conejos, ratones de campo,
serpientes, alacranes,
nopales, palmas, mezquites —
y otra cosa
era como si algo más
estuviera allí
desde siempre,
esperando en las sombras
o observando
desde un mirador invisible.
Aventurarse al campo a oscuras
era emprender un viaje
en lo desconocido.
Hace siete años—
podrías despertar con el tintineo de campanas
del rebaño de ovejas que arreaban por el pueblo
hacia los pastizales,
y escuchar un murmullo dulce y extraño —
el balido de las cabras,
como el arrullo suave y lastimero de un bebé,
que te mecía de nuevo
hacia un recuerdo
olvidado en los sueños.
Ahora—
el ruido del tráfico, los cláxones y motores
y el brillo de los postes municipales
y los focos de espanto
han borrado la magia a golpes,
han desalojado el refugio de lo invisible,
han ahuyentado a la Llorona,
la imaginación ha sido domada,
y los coyotes, conejos y alicantes
se ven obligados a buscar refugios alejados
en los precarios y áridos confines.
Pero las luces eléctricas no logran borrar
los umbrales donde habita el alma humana.
Y aunque los sueños huyan al monte,
sus sombras alcanzan invadir las pesadillas urbanas.
Pero
solo hace falta pisar la tierra
en una noche sin luz
ahí donde aún aguarda
el asombro.
—Lorena Wolfman (2021, traducción 2025)
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