Cuando me asomo al borde
del pozo de la amnesia
tallado en el paisaje matrilineal.
Desde lo profundo
sombras y formas se mueven —
es un cocodrilo
deslizándose bajo el agua?
Colmillos relucientes inmovilizan la lengua
y la impiden nombrar,
el luto de nuestras ausencias
y las omisiones que sellamos abajo.
Cargamos con la historia de nuestra abuela
como un peso muerto,
coludimos en silencio para fingir
no saber del aire silente
que envuelve la pesadilla que soportó
en los pilares de sus piernas.
Sí, eran fuertes sus piernas
por eso aguantaron tanto,
después nos tocó
sacudir el terror de nuestros huesos,
donde lo teníamos resguardado,
nuestros oídos aún incapaces
de silenciar el eco de su campanada,
atorado en el espiral coclear
donde los éteres
tenían que danzar para nutrir el alma —
hasta que nuestra verdad no pueda cantarse,
hasta ahora.
No es un cocodrilo, sino el pulso de un dragón
despertando lo entumecido —
no dicho —
inadmisible.
Ahora recibimos la gracia
de escuchar con el corazón —
el impetuoso río de nuestra sangre
despertando lo entumecido —
no dicho —
inadmisible.
La piedra ha comenzado a desmoronarse —
las ciudadelas de la supervivencia —
construidas piedra por piedra
por lo que no se dijo,
no se escuchó,
no se liberó —
se balancean y comienzan a caer,
arrastradas por la misma gravedad
que siempre supimos estaba bajo nuestros pies —
y ahora recordamos:
en el corazón del dragón,
la única regla es el amor —
fiero, desarmado —
suave como el aliento —
que se eleva de la lengua —
el viento de primavera llamando
al brote
de las hojas verdes —
antiguo como la cadena de marfil ancestral —
indómito como la tierra —
y por fin —
nuestro para elegir.
— Lorena Wolfman (2020, traducción 2025)
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