Antes de las palabras
existían las sílabas intersticiales.
el origen del lenguaje
es la vibración,
aunque algunos dirían
que es el silencio.
Antes del ajetreo utilitario
el trazo de todo surgía
de oscilaciones telúricas
e interestelares,
gestos primordiales,
frecuencias murmurantes—
Células multiplicándose
y derramándose en forma.
No en una roca
ni pez
ni nube
ni caballo
ni vid
ni lagarto,
pero todo aquello
y algo más,
continuamente transfigurándose,
migrando sin cesar
bajo la mirada de dios:
montañas himalayas,
vía láctea,
mar ilirio,
vaho de brisas olvidadas,
la memoria infinita
de la hormiga,
con sus caminos
como mapas de constelaciones originarias.
Cualquier palabra,
cualquier nombre
que cruce los labios de dios
es la espiralización divina
convertida en árbol,
granada,
rosa,
como el rocío matutino
levantándose con cada inspiración,
como si se expandiera
debajo de las alas del pitacoche,
que con su primer aleteo
desparrama la dulzura
de la canción
que llena nuestros pulmones.
Solo el dios de la danza
podría resucitarnos de esta manera
del interminable trajín de la costumbre.
El gesto divino
se acelera,
respira,
palpita,
fluye por dentro.
El cuerpo responde
a los primeros designios
y emerge del regazo del mar,
donde las estrellas beben desde siempre.
Se elevan los dedos, los brazos, las costillas;
giran muñecas, codos, hombros,
mientras las caderas acentúan el ritmo de la vida.
Su abrazo abarca el cielo
que ha vuelto a titilar
con fulgor primario.
Las piedras lisas
bajo las plantas de los pies,
brillan.
Y por primera vez,
volvemos a las palabras
con la redescubierta facultad
de llamar al mundo por su nombre—
—Lorena (2025)
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